miércoles, 1 de septiembre de 2010

Limosnero de Dios


Fue con motivo de mi primera visita a la tumba de fray Leopoldo, en el año 1978, cuando pensé hacer un reportaje que ayudara en lo posible a ensalzar su figura. Razones de trabajo me impidieron hacerlo inmediatamente.
Pasado el tiempo, y manteniéndome firme en la idea del reportaje sobre el Siervo de Dios,  comprendí que sobre fray Leopoldo se había dicho bastante, aunque siempre centrando su figura en la época en que era ya hermano lego de la Orden de los Capuchinos. ¿Cómo era Leopoldo el seglar?
¿Cómo fueron sus primeros treinta y tres años de vida? ¿Cuáles eran sus predilecciones, sus compañías, sus travesuras de niño, sus preferencias de adolescente? ¿En qué trabajaba y cuál era su trabajo preferido —que es diferente aunque parezca lo mismo—?
Todas estas incógnitas y muchas más me llevaron a reemprender la idea del reportaje, y puse manos a la obra.
                                                                                                              
Por José Juis Arranz Ramos

Fue éste, sin duda, un estudio del que me siento orgulloso, y al que creo concienzudo sin llegar a ser exhaustivo. En Alpandeire busqué datos de su más tierna infancia, y conseguí documentos reveladores de su personalidad a través de referencias de personas que convivieron con él en el pequeño pueblo de alrededor de 300 habitantes. Muchos datos que unidos unos a otros me han llevado a comprender —eso creo— bastante bien, la mente de Francisco Tomás Márquez Sánchez, que era su nombre en el siglo, aunque después tuviese que aceptar el nombre religioso de fray Leopoldo de Alpandeire. Hablé mucho tiempo con su sobrina carnal, Jeromita —así le gustaba ser llamada— y con cuantos de forma directa o indirecta le conocieron y trataron. Vi y toqué las paredes de las habitaciones en que nació, el lavabo donde por primera vez lavaron su cuerpo recién nacido, la piedra en la que apoyaba su cabeza a guisa de almohada en la casa de sus mayores, la ventana en la que acostumbraba a asomarse cuando descansaba en el pueblo de su duro trabajo de campesino, la pila donde refrescaba su cara y su cuerpo tras el duro trabajo diario y el pozo de donde sacaba el agua para este menester, la pila bautismal donde tras recibir el agua bendita inició su andadura de cristiano, y recorrí el interior de la parroquia de San Antonio de Padua (también conocida como la “Catedral de la Serranía” por su grandiosidad exterior e interior), la misma iglesia que él, siendo chaval, acostumbraba a visitar siempre que podía y durante muchas horas. Subí y bajé las estrechas y empinadas calles que le vieron crecer, que le vieron enamorarse de una joven, que le vieron partir hacia su divino destino. Y conocí a la perfección el chozo donde el zagal guardaba las cabras durante veinte días de los treinta de cada mes y donde, a buen seguro, empezó a pensar en otra vida más cercana al Todopoderoso.
Ya en Granada, donde residió por espacio de cincuenta largos años y donde está enterrado, recorrí de la mano del padre Ángel de León (ya fallecido), sus más queridos recuerdos; tuve en mis manos el rosario que nuestro Siervo de Dios llevaba cogido a su hábito a la altura de la cintura, vi y conseguí fotografías inéditas y documentos importantes en la vida del joven Francisco Tomás —Frasquito Tomás—, tales como una copia de su acta de bautismo, un certificado del jefe del Regimiento de Pavía núm. 50 con guarnición en Málaga, donde prestó su servicio militar, etc. y, sobre todo, adquirí, gracias al padre Ángel, infinidad de datos que me han servido para el reportaje que ahora empieza. Son datos que ha habido que ordenar, estudiar y desmenuzar para no caer en la tentación de lo facilón.
Y éste es el resultado. No sé si será suficientemente hermoso y revelador cuanto aquí se dice de fray Leopoldo. Ni siquiera sé si este serial sobre el Siervo de Dios va a gustar o no.